Recuerdo que al comenzar a leer Siddharta, hace como un año y medio, me ví de nuevo capturada por ese misticismo por el que me había sentido atraída cuando tenía 17 o 18 años, y quise escapar corriendo de él, como quien escapa de aquéllo que rechaza pero al mismo tiempo admira, porque no comprende, porque se siente extranjero, porque empequeñece ante su presencia. Así que tuve el impulso de volver a dejar el libro en la estantería de donde lo había sacado.
Pero con el transcurso de la lectura, me olvidé de todo lo que hasta ahora me había provocado ese rechazo. Pues en el viaje de Siddharta, que es un viaje de ida y vuelta sobre sus propios pasos, sobre sus propios errores, anhelando la sabiduría y despojándose después de ella, haciéndose poseedor de todas las riquezas, y volviendo de nuevo a no tener nada, ser dios para luego volver a ser hombre, está recogida la esencia de cualquier ser humano, sin importar demasiado el lugar del que procede o lo pequeño que pueda llegar a ser.
Yo nada buscaba en esa lectura, y encontré que, al igual que él, me había sentido extrañamente cercana a ese río, mirando cómo el agua se tropieza con las piedras, cómo alcanza una meta para luego conseguir otra, cómo en ella fluyen todas las cosas... Al parecer, el agua también va a tientas...
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